Ahri - La mujer lobo de nueve colas

Los orígenes de Ahri son un misterio incluso para ella.

No sabe nada acerca de la historia de su tribu vastaya ni del lugar que ocupaban entre los demás; solo conserva de su pasado dos gemas gemelas que lleva luciendo toda la vida. De hecho, su recuerdo más antiguo es de los tiempos en los que corría junto a zorros de hielo en las cumbres del norte de Shon-Xan. Aunque sabía que no era una de ellos, los animales la consideraban una igual y no tardaron en aceptarla en su manada.

En esa fase salvaje y predatoria, Ahri nunca dejó de sentir una conexión especial con los bosques que la rodeaban. Con el tiempo, llegó a comprender que se trataba de la magia de los vastaya, que latía en cada fibra de su ser, y el reino de los espíritus del más allá. Al no tener a nadie de quién aprender, encontró la manera de invocar estos poderes sin ayuda, y solía recurrir a ellos para mejorar sus reflejos y dar caza a sus presas. Descubrió que, si tenía cuidado y conseguía acercarse lo suficiente, también podía tranquilizar a un ciervo presa del pánico y hacer que permaneciera en calma incluso mientras el resto de la manada le hincaba los dientes en el lomo.

Ahri consideraba el mundo de los mortales tan distante y perturbador como los zorros de hielo, pero también la atraía de forma inexplicable. Los humanos eran criaturas rudas y hurañas... Cuando una banda de cazadores acampó cerca de Ahri y su manada, la raposa los observó centrarse en sus asuntos desde lo lejos.

 

Uno de ellos recibió un flechazo y, en ese momento, Ahri se dio cuenta de que sentía cómo se le escapaba poco a poco la vida. Obedeciendo a sus instintos de depredadora, saboreó la esencia espiritual que abandonaba el cuerpo del hombre y, gracias a ella, obtuvo fogonazos de sus recuerdos: la amante que había perdido en batalla y los hijos que había dejado atrás para partir hacia el norte. Ahri manipuló el miedo y la pena que sentía para sustituirlos por alegría, y lo calmó con una visión de una soleada pradera para que muriera en paz.

Después, se dio cuenta de que dominaba el idioma de los humanos como si lo hubiera aprendido en un sueño que apenas recordaba. Había llegado el momento de abandonar su manada.

Se mantuvo en los márgenes de la sociedad, sintiéndose más viva que nunca. Conservó su naturaleza depredadora, pero se vio arrastrada por una marea de nuevas experiencias, emociones y costumbres que bañaba toda Jonia. Por otro lado, parecía que los mortales estaban igualmente fascinados con ella. Ahri se aprovechaba de eso con frecuencia y encandilaba a sus víctimas con hermosas visiones, alucinaciones de poderosos anhelos y, en ocasiones, sueños de puro pesar para absorberles la esencia.

Se embriagaba con recuerdos que no le pertenecían y disfrutaba acabando con las vidas de los demás incluso a pesar de la pena y el dolor que sentía a través de sus víctimas. Sentía congoja y júbilo en tentadoras evocaciones que la dejaban con ganas de más. Lloraba al ver las masacres de los habitantes de Jonia a manos de la tierra invasora de hierro y piedra. Eran experiencias sobrecogedoras, pero Ahri sentía que su propio poder se desvanecía si intentaba mantenerse al margen y no podía evitar volver a ello una y otra vez, por mucho que le doliera hacerlo.

A través de un sinfín de visiones robadas, Ahri comenzó a descubrir más y más sobre los vastaya. Parecía que no estaba sola, pues había muchas tribus que mantenían relaciones turbulentas con los humanos. Con el tiempo, descubrió la existencia de una rebelión cuya intención era devolverle a su gente algo de su antigua gloria.

Quizá ese fuera el eco de un pasado que no era capaz de recordar.

Con las gemas gemelas en la mano, Ahri partió en busca de otros seres como ella. Ya no dependería de recuerdos y sueños prestados y desconocidos. Si en Runaterra aún quedaba algún rastro de su tribu, ella lo encontraría.


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