Azir, emperador de Shurima en un pasado remoto, fue un hombre orgulloso que estuvo a punto de alcanzar la inmortalidad. Dominado por la arrogancia, fue traicionado y asesinado en la hora de su mayor triunfo, pero ahora, milenios después, ha renacido como un ser Ascendido de inmenso poder. Su enterrada ciudad ha resurgido en medio de las arenas y Azir está decidido a restaurar la antigua gloria de Shurima.
Hace miles de años, el imperio de Shurima era un enorme
conglomerado de estados vasallos, conquistados por unos guerreros prácticamente
invencibles conocidos como Ascendidos. Gobernada por un emperador ambicioso y
sediento de poder, Shurima era el mayor reino de su tiempo, una tierra fértil y
bendecida por el sol que brillaba desde un gran disco dorado que flotaba sobre
el gran templo de su capital.
Azir, el hijo más joven y menos amado por el emperador,
nunca estuvo destinado a la grandeza. Con tantos hermanos mayores, era
imposible que ascendiese al trono. Lo más probable era que terminase ocupando
un puesto de sacerdote o como gobernador de alguna provincia remota. Era un
muchacho esbelto y estudioso que dedicaba más tiempo a examinar los volúmenes
de la gran biblioteca de Nasus que a aprender a combatir bajo la tutela del
héroe Ascendido, Renekton.
En medio de aquel laberinto de pergaminos, volúmenes y
tablillas, Azir conoció a un joven esclavo que visitaba la biblioteca casi a
diario en busca de libros para su amo y señor. En Shurima los esclavos no
podían tener nombres, pero al entablar amistad con el muchacho, Azir decidió
quebrantar esta ley y bautizarlo como Xerath, nombre que significa ''el que
comparte''. Nombró a Xerath su esclavo personal —aunque sin ponerlo nunca en
peligro usando su nombre en público— y, a partir de entonces, los dos
muchachos, impulsados por un mismo amor a la historia, comenzaron a estudiar el
pasado de Shurima y su largo linaje de héroes Ascendidos.
Durante uno de los viajes anuales por el imperio junto a su
familia y a Renekton, la caravana real se detuvo en un conocido oasis para
pernoctar. Azir y Xerath se escabulleron en mitad de la noche para ir a dibujar
mapas del firmamento, como los que habían estudiado en la gran biblioteca.
Mientras trazaban las constelaciones sobre el pergamino, la caravana fue
atacada por un grupo de asesinos enviados por los enemigos del emperador. Uno
de los asesinos encontró a los dos muchachos en el desierto y, cuando se
disponía a rebanarle el cuello a Azir, Xerath intervino arrojándose sobre él.
En la pelea que se produjo a continuación, Azir logró sacar su daga y
clavársela a su enemigo en la garganta.
Azir le quitó la espada al muerto y corrió de vuelta al
oasis, pero al llegar los asesinos ya habían sido derrotados. Renekton había
protegido al emperador y acabado con sus atacantes, pero todos los hermanos de
Azir estaban muertos. Azir le contó a su padre lo que había hecho Xerath y le
pidió que recompensase al esclavo, pero sus palabras cayeron en saco roto. A
los ojos del emperador, el chico era un esclavo indigno de su atención, pero
Azir juró que, algún día, Xerath y él serían hermanos.
El emperador regresó a la capital, acompañado por un Azir
que, a sus quince años, se había convertido en el nuevo heredero al trono. Una
vez allí, desató una implacable carnicería contra quienes creía que habían
contratado a los asesinos. Shurima pasó años sumida en un torbellino de
paranoia y sangre en el que cualquier sospechoso de traición era blanco de la
ira del emperador. La vida de Azir pendía de un hilo, a pesar de que era el
heredero al trono. Su padre lo detestaba (habría preferido mil veces que
muriera él en lugar de sus hermanos), y la reina aún era lo bastante joven como
para concebir.
Azir empezó a entrenarse en el arte de la lucha, puesto que
el ataque del oasis había puesto de manifiesto lo indefenso que estaba.
Renekton se encargó de la tarea de entrenar al joven príncipe y, bajo su
tutela, Azir aprendió a portar el escudo y la lanza, a comandar guerreros y a
interpretar el mudable curso de los acontecimientos en el campo de batalla.
Pero además, el joven heredero encumbró a Xerath, su único confidente, y lo
convirtió en su mano derecha. Para que pudiera servirlo mejor, le encargó que
buscase el conocimiento allá donde pudiera encontrarlo.
Pasaron los años, pero la reina no logró llevar a buen
puerto ninguno de sus alumbramientos. Todos los niños que concibió perecieron
antes de nacer. Mientras la reina siguiese sin tener descendencia, Azir estaría
relativamente a salvo. En la corte no faltaban quienes creían que se trataba de
una maldición y algunos de ellos mencionaban entre murmullos el nombre del
joven heredero como responsable. Pero Azir proclamaba su inocencia siempre que
tenía ocasión e incluso llegó a ordenar la ejecución de algunos que se habían
atrevido a lanzar estas acusaciones abiertamente.
Por fin, la reina dio a luz a un varón sano, pero la misma noche de su alumbramiento, una terrible tormenta se desató sobre Shurima. Los aposentos de la reina fueron azotados una vez tras otra por poderosos relámpagos, hasta que estalló un incendio que se cobró las vidas de la esposa del emperador y de su hijo recién nacido. Algunos decían que el emperador, al enterarse de la noticia, había enloquecido de pesar y se había quitado la vida, pero no tardó en propagarse el rumor de que lo habían encontrado en el suelo del palacio, junto a sus guardias, totalmente carbonizado.
Su muerte fue un golpe devastador para Azir, pero el imperio
necesitaba un soberano, así que, con Xerath a su lado, tomó las riendas del
reino de Shurima. A lo largo de la década siguiente amplió sus fronteras y
gobernó con mano inflexible aunque justa. Instituyó una serie de reformas para
mejorar las vidas de los esclavos y, en privado, trazó un plan para derribar
varios milenios de tradición y liberarlos a todos. Lo mantuvo en secreto, sin
revelarlo siquiera a Xerath, con quien la cuestión de la esclavitud se
convertiría en la manzana de la discordia. El imperio se había levantado sobre
las espaldas de la esclavitud y muchas de sus grandes familias dependían del
trabajo de los esclavos para mantener su riqueza y su poder. Una institución
tan monolítica no se podía derribar de la noche a la mañana y Azir sabía que
sus planes estarían abocados al fracaso si se hacían públicos. A pesar de su
deseo de adoptar a Xerath como hermano, no podía hacerlo hasta el día en que
fueran libres todos los esclavos de Shurima.
Durante aquellos años, Xerath lo protegió de sus rivales
políticos y dirigió la expansión del imperio. Azir se casó y tuvo numerosos
hijos, algunos en el seno del matrimonio y otros fruto de encuentros fugaces
con esclavas y muchachas del harén. Xerath alimentaba los sueños del emperador
de crear el mayor imperio de la historia. Pero también convenció a su señor de
que, para convertirse en el amo del mundo, debía ser prácticamente invencible,
un dios entre los hombres... un ser Ascendido.
En la cúspide del poder del imperio, Azir anunció al mundo
que se sometería al ritual de la Ascensión y que había llegado la hora de
unirse a Nasus, Renekton y sus gloriosos antecesores. No fueron pocos los que
cuestionaron esta decisión. La Ascensión era un ritual muy peligroso, que solo
estaba al alcance de quienes habían consagrado su vida al servicio de Shurima,
como recompensa por una vida de diligencia. Decidir quién debía ser bendecido
con la Ascensión era prerrogativa de los Sacerdotes del Sol, y al otorgarse el
honor a sí mismo, el emperador cometía un pecado de grave arrogancia. Pero Azir
no se dejó disuadir, pues su orgullo había crecido en paralelo a su imperio,
así que les ordenó que cumplieran sus órdenes so pena de muerte.
Finalmente, llegó el día del ritual, y Azir marchó hacia el
Estrado de la Ascensión, flanqueado por miles de sus guerreros y decenas de
miles de sus súbditos. Los hermanos Renekton y Nasus estaban ausentes, pues
Xerath los había enviado a enfrentarse a una amenaza, pero ni esto convenció a
Azir de desistir del que consideraba su gran destino. Ascendió hasta el gran
disco dorado que coronaba el templo en pleno corazón de la ciudad y entonces,
instantes antes de que los Sacerdotes del Sol iniciaran el ritual, se volvió
hacia Xerath y le dio la libertad. Y no solo a él, sino a todos los esclavos…
Xerath enmudeció de asombro, pero Azir no había terminado
aún. Abrazó a Xerath y lo proclamó su hermano eterno, como había prometido
muchos años antes. Mientras los Sacerdotes iniciaban el ritual para convocar el
fabuloso poder del sol, Azir se dio la vuelta. Pero no era consciente de que,
en su búsqueda de conocimiento, Xerath había estudiado algo más que filosofía e
historia. También había aprendido las oscuras artes de la brujería, mientras en
su interior anidaba un deseo de libertad que crecía como un tumor para convertirse
en ardiente odio.
Al llegar el momento cumbre del ritual, el antiguo esclavo
liberó su poder y Azir salió despedido del disco. Sin la protección de sus
runas, el emperador se vio consumido por los rayos del sol, al mismo tiempo que
Xerath ocupaba su lugar. La luz inundó al mago de poder y, mientras su cuerpo
mortal comenzaba a transformarse, profirió un rugido de triunfo.
Pero la magia del ritual no estaba destinada a Xerath y no
era posible desviar el asombroso poder de las energías celestiales sin
desencadenar graves consecuencias. El poder del ritual de Ascensión, en una
terrible explosión, devastó Shurima y dejó la ciudad en ruinas. Sus habitantes
desaparecieron, transformados en cenizas, y sus altísimos palacios se
desmoronaron mientras se alzaban las arenas del desierto para tragarse la
ciudad. El Disco Solar se hundió y lo que había tardado siglos en levantarse se
trasformó en ruinas en un solo instante, por culpa de la ambición desmedida de
un hombre y el odio errado de otro. Lo único que quedó de la ciudad de Azir fueron
ruinas sepultadas bajo la arena y los ecos de los gritos de sus habitantes en
los vientos de la noche.
Azir no vio lo que sucedía. Para él solo existía la nada.
Sus últimos recuerdos eran de fuego y dolor. No sabía nada de lo que le había
ocurrido sobre el templo, ni lo que había sido de su imperio. Permaneció sumido
en un olvido atemporal hasta que, milenios después de la ruina de Shurima, la
sangre de su último descendiente, al derramarse sobre las ruinas del templo, lo
resucitó. Renació, aunque incompleto; un cuerpo que era poco más que polvo
animado y dotado de forma, cohesionado por los últimos vestigios de una
voluntad indomable.
Poco a poco fue recobrando la forma corpórea y, al vagar por
las ruinas, se encontró con el cadáver de una mujer con una traicionera daga en
la espalda. No la conocía, pero reconoció en sus facciones un eco distante de
su linaje. Todo pensamiento sobre imperios y poder se borró de su mente al
levantar el cuerpo de aquella hija de Shurima y llevarla a lo que antaño fuese el
Oasis del Alba. El oasis estaba seco, pero al acercarse Azir, su lecho rocoso
empezó a llenarse de agua cristalina. El emperador sumergió el cuerpo en las
aguas restauradoras del oasis, que se llevaron la sangre sin dejar más que una
cicatriz casi invisible allí donde la hoja se había hundido en la carne.
Y con este acto de generosidad, Azir se vio alzado por una
columna de fuego mientras la magia de Shurima lo rehacía, transformándolo en la
criatura Ascendida que estaba destinado a ser. Los inmortales rayos del sol lo
envolvieron, revestido por una magnífica armadura con forma de halcón, y le
otorgaron el poder de gobernar las mismísimas arenas. Alzó los brazos y la
ciudad en ruinas se sacudió el polvo de los siglos que había pasado bajo el
desierto para alzarse de nuevo. El disco solar se elevó en el cielo una vez más
y las aguas curativas, siguiendo las órdenes del emperador, fluyeron entre los
templos y volvieron a salir a la luz.
Azir subió los peldaños del renovado templo solar y convocó
los vientos del desierto para que recreasen los últimos momentos de la ciudad.
Unos fantasmas hechos de arena recrearon su destrucción, tal como había
sucedido hacía una eternidad, y Azir, con horror, presenció la traición de
Xerath. Sus ojos se llenaron de lágrimas al contemplar el asesinato de su
familia, la caída de su imperio y el robo de su poder. Solo ahora, milenios más
tarde, comprendía al fin la profundidad del odio que su antiguo amigo y aliado
había albergado en su interior. Con el poder y la clarividencia de un ser
Ascendido, pudo percibir la presencia de Xerath en otra parte del mundo y
convocó un ejército de guerreros de arena, que marcharía al lado de su renacido
emperador. Bajo el sol que brillaba desde el disco dorado, Azir lanzó un
poderoso juramento:
¡Reclamaré mis tierras y recuperaré lo que era mío!
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